jueves, 20 de octubre de 2016

Enrique VIII - 1979 - BBC Shakespeare Collection

Quedan atrás los relatos de guerras civiles en las que distintos nobles luchan entre ellos, mientras intentan ocupar el trono de Inglaterra. Enrique VIII es ya rey absoluto y está muy por encima de los nobles, quienes siguen conspirando, pero ya no para conseguir el trono, sino para prevaricar, conseguir el favor del monarca y echar al valido: el odiado cardenal Wolsey.

La obra es, por lo tanto, una historia de corte: de cotilleos, difamaciones y camarillas, pero también de grandeza, en la que destaca la reina Catalina de Aragón, y el propio Enrique VIII.

Finaliza en el bautizo de Isabel de Inglaterra, con una profecía que indica lo importante que la niña convertida en mujer será para el país. Queda la idea de que, de hecho, todo el ambiente, hasta cierto punto de benevolencia, de la obra, se apoya en este hecho, está dedicada a alabar a Isabel convirtiéndola en una predestinada, y no quiere la más mínima mancha a su alrededor. Aunque se considera que fue escrita posteriormente a la muerte de la reina, lo cierto es que cuesta creerlo, por este mismo motivo, y dado que su sucesor, Jaime, no tenía especiales motivos para querer a su tiastra.

Digo ambiente de cierta benevolencia porque incluso el inicial malvado de la obra, el cardenal Wolsey, cuando cae en desgracia se nos presenta como un hombre que ha encontrado la sabiduría una vez que ya no tiene acceso al poder, resignado, fiel súbdito del rey y amigo de sus amigos (de los suyos, no de los del rey). Por su parte, la reina Catalina, como ya se ha dicho, se presenta como un ejemplo de quien incluso en la adversidad permanece fiel, que acepta también con resignación su desgracia, sin ceder un ápice en su posición, pero sin orgullo, con sus propias virtudes y su vida como escudo y espada.

Ana Bolena tampoco es mala, además, dado que la obra termina con el bautismo de Isabel, el autor no tiene que explicar como pierde la cabeza, ni los sucesivos matrimonios del Rey; se la deja pasar como una mujer modesta y muy hermosa, que se ve seducida por el rey y por el poder real. Sin alabarla especialmente, deja que personajes simpáticos la alaben, mientras que los antipáticos católicos la vituperan.

Queda el aspecto de la religión, por el que se pasa un poco por encima. Hacia el final de la obra queda claro que el Rey toma partido por el protestantismo, pero sin mencionarlo, como coartada para el divorcio, y como herramienta contra la hegemonía de España. Se cuenta como una decisión personal, por afecto y respeto a quien ha hecho arzobispo de Canterbury, Cranmer, un archihereje, según Wolsey. Queda así insinuada la victoria final del protestantismo, sin que un personaje importante en la corte y en la religión, Tomás Moro, tenga una aparición de importancia, ni él ni su condena.

De nuevo Shakespeare contando su historia, de nuevo un poco de envidia porque el principal escritor inglés, tuviera tan prematuramente la idea de hacer unos episodios nacionales.

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